Steven Balkan

Steven Balkan no es solo un seudónimo. Es una invocación. Un arquetipo. Una entidad que me posee cuando el mundo exige una historia al borde del abismo. Cuando hay algo que hilvanar con sangre, tinta y tripas, Steven sube a la superficie.

Nació, como muchas cosas que merecen la pena, en la sala de mis abuelos. Ahí, un betamax chirriante y un Sony de doce pulgadas servían de pórtico a lo innombrable. El cargamento fílmico era cortesía de un tío marinero, héroe sin capa, pero con cicatrices, que arribaba a puerto cargado de VHS malditos y anécdotas turbias. Así se forma una mente: entre zombis, mares violentos y una infancia sin anestesia.

Steven Balkan alcanzó su adolescencia en mil novecientos ochenta y seis, en alguna madrugada hondureña, viendo Pánico en el Transiberiano mientras soñaba que era el Buitre Butragueño pateando pelotas entre piedras y polvo. Fue ese año, entre goles imaginarios y filmes de horror con aroma a moho, cuando el cine y la tinta negra me inocularon su virus.

Pero la madurez… oh, esa llegó con un lecherito. Un camión con espejo flojo me estampó la frente y me mandó al más allá. No crucé del todo, pero vi algo. El conductor, un testigo de Jehová con el alma en vilo, me llevó al hospital como un penitente medieval. El resultado: un chichón olímpico, una jaqueca sideral y una revelación. No estaba muerto. Estaba escribiendo.

Y si eso fue la epifanía, el verdadero bautismo fue eléctrico. Castigado por sacar cuatro materias colgadas, mi padre me desconectó el cable. En mi desesperación, fabriqué una antena casera para captar señales del inframundo radial. Subí al techo. El techo no tenía polo a tierra. El rayazo me lanzó como trapo viejo contra la pared. Recuerdo gritar sin oírme, pegado al transmisor como Jesucristo al poste. Mi padre me miraba horrorizado, temeroso de tocarme y unirse al aquelarre de voltios. El horror, créame, es tragedia con peluca cómica.

Y así entendí que el terror no se define. Se vive. Se sobrevive. Es historia, chiste cruel, revelación. Es eso que no puedes nombrar sin reírte o cagarte. Stephen King lo sabe. Balkan también.

Los cimientos intelectuales de Steven Balkan se fraguaron cuando vi Las Nueve Puertas en HBO. Depp (Profundo para los amigos) deambulando entre códices infernales, rubias incendiarias y cultos de tercera categoría. Ahí supe: esto es lo mío. Esto soy yo. La he visto treinta veces. Y en cada una, algo me posee.

Tiempo después, navegando por los bajofondos de la web, me topé con ellos: los bolsilibros. Portadas como tatuajes de feria, títulos como promesas de lujuria y muerte. Empecé por Garland, seguí con Barby, luego Carrados… todos genios del exceso, alquimistas del absurdo. Ahí encontré mi estirpe.

Y aquí estoy. Steven Balkan. Invocado, poseído y en plena forma. He venido a divertirme y a empujarlos por el precipicio de la imaginación. No crean que no haré lo mío con ustedes: les prometo que si se dejan, van a pasarlo de muerte.

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